18.35 en la estación de ferrocarril de Once. Las masas iracundas recién salidas de sus respectivos trabajos comenzaron a poblar las plataformas en donde los trenes iban a llegar. Lo más importante para los usuarios experimentados es la velocidad y la astucia para subirse a la montaña rusa de los pobres, como llaman algunos a esos trenes destartalados. Hombres, mujeres y niños, todos por igual, pelean por un asiento, circulan por los lugares prohibidos y planean nuevas técnicas para volver a sus hogares. Los maquinistas, por su parte, tratan de ser "justos" con los que esperaron según las normas de la buena conducta.
No existen ventanas, puertas ni tapujos morales a la hora de entrar a un tren de la línea Sarmiento. Por lo menos no en la hora de la furia. Una anciana y sus codos de punta de acero pueden hacer tanto daño como el hombre de tamaño de rugbier que empuja como si efectivamente estuviera haciendo un scrum y de él dependiera la copa de Los Pumas.
En uno de los tantos vagones con destino final a Moreno un hombre cualquiera le señala a su compañero con entusiasmo: "Uy, mirá esa chica"; y él que le contesta con una mirada que destila cierto interés. "Mirá, está con pollera", remata azorado, y su amigo asiente con un movimiento rítmico y una sonrisa. La chica tiene una pollera que ni siquiera deja ver sus rodillas pero a esa hora de la tarde cualquier exagerado podría afirmar que su vida corre peligro.
Mientras tanto, cientos de personas también peligran porque entre la desesperación bajan a las vías y suben a los trenes que todavía no detuvieron su marcha. "Encima le falta un vagón", dice un desconocido que asegura conocer cada milímetro del tren por una cuestión de herencia, su padre era conductor.
Apenas 14 minutos pasadas las 19, al ver llegar el tren rápido un anónimo decide cambiar su rol de "pasajero que viaja de pie", básicamente enojado, por el de "pasajero que viaja sentado" con sólo caminar unos pasos hacia la otra plataforma, sin empujones ni stress. La hora de la furia había terminado.
No existen ventanas, puertas ni tapujos morales a la hora de entrar a un tren de la línea Sarmiento. Por lo menos no en la hora de la furia. Una anciana y sus codos de punta de acero pueden hacer tanto daño como el hombre de tamaño de rugbier que empuja como si efectivamente estuviera haciendo un scrum y de él dependiera la copa de Los Pumas.
En uno de los tantos vagones con destino final a Moreno un hombre cualquiera le señala a su compañero con entusiasmo: "Uy, mirá esa chica"; y él que le contesta con una mirada que destila cierto interés. "Mirá, está con pollera", remata azorado, y su amigo asiente con un movimiento rítmico y una sonrisa. La chica tiene una pollera que ni siquiera deja ver sus rodillas pero a esa hora de la tarde cualquier exagerado podría afirmar que su vida corre peligro.
Mientras tanto, cientos de personas también peligran porque entre la desesperación bajan a las vías y suben a los trenes que todavía no detuvieron su marcha. "Encima le falta un vagón", dice un desconocido que asegura conocer cada milímetro del tren por una cuestión de herencia, su padre era conductor.
Apenas 14 minutos pasadas las 19, al ver llegar el tren rápido un anónimo decide cambiar su rol de "pasajero que viaja de pie", básicamente enojado, por el de "pasajero que viaja sentado" con sólo caminar unos pasos hacia la otra plataforma, sin empujones ni stress. La hora de la furia había terminado.
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