martes, 30 de junio de 2009

Pandemia y testimoniales, rara combinación

El viento hacía remolinos de polvo en el patio del Instituto Nuestra Señora de Lourdes, en Ituzaingó. Los afiches coloridos, hechos por los chicos de la primaria, decoraban la entrada con información sobre la gripe A: “La primera pandemia del siglo XXI”, era el título de una de las cartulinas que flameaba suavemente por la corriente de aire que provenía de afuera.

El escenario estaba casi completo. Los personajes típicos de una elección tenían su lugar: los distraídos que buscaban su tradicional mesa de votación sin saber que los padrones sufrieron modificaciones; gente de seguridad que ayudaba a señoras coquetas, las más acérrimas enemigas del uso de anteojos, a buscarse en las listas de la entrada del establecimiento, y la charla tranquila entre fiscales, mediada por una taza de café. Sin embargo, era temprano en la mañana y el intendente, que tenía que ir a votar a la escuela, Alberto Descalzo, no había llegado.

Las elecciones en los colegios de Ituzaingó se desarrollaron con mucha tranquilidad salvo por el retraso del correo en la entrega de urnas. Algunas escuelas abrieron sus puertas a las 8.30, en medio de la queja de los votantes mañaneros.

Paradójicamente los protagonistas del acto electoral fueron los barbijos y el alcohol en gel: “Hay que prevenir, se viene una difícil”, decía una señora. Las autoridades de mesa eran sólo reconocidas por sus reglas y el tono imperativo de: “Quién sigue…”. Los barbijos tapaban sus caras y las “voligomas” se repetían en cada mesa. “Desde el gobierno nos mandaron expresas directivas de cómo prevenir, tratamos en lo posible de poder cumplirlas. Todos los elementos los proveyó el Ministerio del Interior”, afirmó José, uno de los responsables de la organización.

Entre los votantes, el uso de barbijos también fue muy extendido aunque algunos usaban sus bufandas como escudo al virus, y otros simplemente no llevaron nada. Para la indignación de un soldado, que señalaba las mesas de votación, hubo algunos padres que llevaron a sus hijos pequeños, que todavía no salían de sus cochecitos, sin ninguna protección. “Están todos locos”, murmuraba mientras giraba frenéticamente la cabeza. La incredulidad le brotaba por los ojos, aunque tampoco se le veía el resto de la cara, tenía barbijo: “Yo me lo compré”, aseguraba.

Cerca del mediodía apareció el intendente Descalzo junto al Presidente de la Cámara de Diputados bonaerense, Horacio González. Ambos eran candidatos testimoniales en la lista de concejales del municipio de Ituzaingó. “Estamos muy optimistas”, afirmó Descalzo mientras caminaba hacia su mesa de votación. El hombre que hace 14 años se desempeña como intendente y es considerado uno de los “barones del conurbano”, dejó de lado las tensiones en la campaña electoral a nivel provincial y subrayó: “Ya está, ahora hay que esperar el voto de la gente”.

Los resultados fueron a su favor: el 30,82 por ciento de los votantes de Ituzaingó eligió a Alberto Descalzo a pesar de que su puesto en el Concejo Deliberante lo ocupará el tercer candidato en la lista: su esposa, Marta Pérez. El candidato Néstor Kirchner no tuvo la misma suerte, la Unión- Pro fue la ganadora en la ciudad bonaerense. Las estrategias políticas no funcionaron como se esperaba pero de eso no tiene culpa el chancho.

viernes, 19 de junio de 2009

Los secretos no develados de vendedoras de pelucas


Se pueden encontrar secretos en los lugares menos pensados. El recelo por mantenerlos guardados se transforma en una cuestión casi de Estado, pero menos razonable. Olga vende pelucas en un local de la calle Lavalle y contonea la cabeza con una sonrisa con destellos de burla que murmuran un "no te lo voy a decir". Es muy difícil de soportar una frase así. Las preguntas gritan un "¡Contameló!" pero la respuesta se mantiene indemne.

El mundo, que se asemeja más a un universo, de las pelucas esconde sensibilidades y secretos. Olga hace 20 años que está en el negocio, es dueña, y sabe más de lo que cuenta. Su mirada deja entrever que conoce bien el oficio. Ella y Gabriela, la chica que la acompaña desde hace sólo un año, tienen los difíciles roles de ser vendedoras y a su vez amigas que prestan por unos minutos sus hombros cuando aparece la desesperación. "Yo antes venía a probarme las pelucas y a divertirme pero me di cuenta de que es mucho más que eso", comenta Gabriela.

Es conocida la importancia del pelo para una mujer: "Es el marco de la cara", afirman. "Nosotras atendemos, en su mayoría, a mujeres que están siendo tratadas con quimioterapia y es muy difícil", asegura Olga con una mirada que parece estar recorriendo las miles de veces que tuvo que darle ánimos a cada una de esas mujeres.

"La clave es la paciencia", explica Gabriela que, a pesar de ser nueva en el oficio, fue testigo de momentos que marcaron su mirada y la manera de verse a sí misma. Muchas veces tuvieron que rapar las cabezas de sus clientas, entre llantos, palabras de apoyo y risas.

"Cuando viene alguien pidiendo pelucas de cotillón no tienen idea en dónde se metieron, acá lo más barato puede salir mil pesos y cuando se lo digo, salen corriendo", reconoce Olga.

Una peluca es una inversión. Hubo momentos en que era un placer, una moda. Hoy en día es una manera que encuentran muchas mujeres para reencontrar su femineidad, para verse "naturales", revela Olga, pero no deja de atesorar el secreto que la lleva a contestar con el tono propio de las personas que dicen: "Yo sé, pero no te lo voy a contar".

miércoles, 17 de junio de 2009

Otra vez muero

Otra vez siento que estoy mendigándole a un tomógrafo, como si éste tuviera injerencia para cambiar el resultado de lo que ve.
Por Fernando Peña
06.09.2009

Y otra vez el tomógrafo dándome instrucciones: “Respire”, “no respire”, “tome aire profundamente”, “respire”… para dentro de unas horas sentenciarme de vida o de muerte. Es realmente maravilloso estar acostado boca arriba mirando ese “bicho” enorme, ese aro que gira sin parar, esa turbinita indignante que chilla estridentemente, y luego las instrucciones para que uno respire o no respire. Y respiro y no respiro. Y aguanto la respiración, y respiro y no respiro y aguanto… y respiro otra vez. Es tan cómodo, una vez que uno se relaj
a, saber que no se puede hacer nada. Estoy con la aguja en la vena, me están pasando un líquido de contraste que me arde, que me quema, que me da náuseas, obedezco instrucciones, la camilla se mueve hacia adelante y hacia atrás, los ruidos son agresivos, los movimientos abruptos… mi cuerpo está en “boxes”. Es tan denigrante, tan humillante, que si obedeciera a mis instintos me arrancaría la aguja y saldría corriendo del lugar. Pero le voy a dar una chance más a la medicina y una menos a mí, que me prometí no someterme más a agresiones físicas y morales. Y digo una menos a mí porque no siento tanto respeto por mí al estar acostado preso de un tomógrafo operado por una señorita con cara de estar haciendo lo que tiene que hacer. Siento que estoy mendigándole a la vida o, lo que es peor, a un tomógrafo, como si el tomógrafo tuviera injerencia o pudiera tener piedad como para cambiar el resultado de lo que ve. Como si pudiera ponerme una buena nota o hacer la vista gorda al posible tumor o linfoma que podría llegar a tener.

La sensación es espantosa, siento muy poco respeto por mi ser. Merezco morir como una rata rabiosa al salir del Instituto Alexander Fleming; me había prometido nunca más hacerme nada. Pasé un año entero regalando mi cuerpo a sesiones de quimioterapia. Sesiones que duraban cuatro días, sesiones que me dejaban acalambrado, dolorido, desganado, nauseabundo, pelado, blanco, verdoso, gordo, inflamado, morado. Mi aspecto era el de un sapo a p
unto de reventar. Pasé meses dificilísimos, porque además la certeza de que el tratamiento funcione no se la dan a uno de la noche a la mañana, sino que hay que dejar pasar por lo menos tres o cuatro sesiones hasta que un día entra el médico a la habitación y con una sonrisita de esperanza que es como la lucecita que dan las velitas que ponen flotando sobre el agua ahora en los restaurantes te dice tímidamente: “Bueno, afortunadamente el tumor es sensible a las drogas y está comportándose como esperábamos”. Recién ahí empecé a sentir que valía realmente la pena la agresión de meterme veneno por las venas todos los meses durante cuatro días seguidos. Y tampoco así fue fácil.

La quimioterapia es veneno, y no es una metáfora, es veneno de verdad. Mata todo lo que toca, arrasa con todo sin distinción, destruye lo que sirve y lo que no sirve. Te come los huesos, los tejidos, te morfa entero. Te devora sin consideraciones ni contemplaciones. Recuerdo que uno de los medicamentos que me inyectaban tenía que estar envuelto en papel metálic
o tipo rollito Ben, el que usaba mi madre para cocinar cuando era chico, porque no podía estar expuesto a la luz del día. Recuerdo que cuando salía del Fleming, al cuarto día, vomitaba los veintiséis días restantes hasta tener que internarme nuevamente por otros cuatro días. Y así sucesivamente durante ocho meses seguidos. Envenenarme, salir, vomitar, acalambrarme, retorcerme, seguir mi vida como podía, internarme, envenenarme, salir, internarme, envenenarme, salir, vomitar… y todo esto sin parar. Ocho meses sin parar. Si paraba, me moría.

Todo el proceso fue muy difícil. Recuerdo infinitas charlas con Pinky, una maestra en cáncer; Pinky debería dar clases en los hospitales. Gracias, Pinky querida.

El tratamiento también te pudre psicológicamente. La gente me miraba el doble de lo que me mira ahora, me miraba no solamente por famoso sino porque es raro ver a un tipo sin pelo, sin cejas y verdeamarillo. El color del cáncer no es el negro, es el verdeamarillo, ese verdeamarillo premuerte, como el que tiene la papa. Verdeamarillo premuerte parece un nombre ridículo de esos que traen las cartillas de pinturas. La gente tampoco sabe cómo abordar el tema, algunas personas ni lo mencionan, otras se le atreven con torpeza, y otras te dan fuerzas y consejos que escucharon al pasar. También me llegaban a la radio recetas de sopas. Nunca olvidaré la receta de una señora que me recomendaba tomar una sopa de pescuezo de gallina con porotos, no sé cuántas cabezas de ajo, ají picante, jengibre, cartílago de no sé qué animal y otras miles de verduras mágicas. Una vez caminando por la calle Gascón rumbo a la Fundación Huésped otra señora que barría la vereda me invitó a su casa a desayunar. Los oyentes me mandaban datos de chamanes, de videntes, de curanderos. Me recomendaban clínicas en los Estados Unidos; creo que nunca en mi vida escuché tanto las palabras “Clínica Mayo”. Me llegaban cartas con miniaturas de crucifijos, imágenes de santos y de vírgenes, cintas de colores, medallitas e infinidad de fetiches. Gracias a todos. Gracias de verdad. Ya pasó.

Todo eso ya pasó… Louise Hay pide que tengamos mucho cuidado al elegir las palabras que usamos para hablar de las enfermedades y cómo las encaramos. Yo tuve un linfoma no Hodgkin en el riñón izquierdo y pude destruirlo, vencerlo, derrotarlo, hacerme amigo, o curarme, como corno quiera Louise que le diga. Pasaron casi seis años y otra vez una manchita, algo que a mi oncólogo no le gusta, otra vez el miedo, no tanto a la muerte sino al dolor, a no poder vivir como quiero, a no estar del todo sano. Otra vez el desafío de juntar fuerzas, otra vez apoyarme en mis amigos, otra vez recurrir al método de contarlo para exorcizarlo. Otra vez concentrarme para que la cabeza me responda y no me juegue una mala pasada.

¿Otra vez?, ¿otra vez todo eso? Sí, otra vez. Otra vez porque me quedan cosas por hacer, otra vez porque soy un cagón, otra vez porque soy valiente también, otra vez porque soy gallego, otra vez porque tengo OSDE 450, otra vez porque me quiero, otra vez porque me odio, otra vez porque me mentí, otra vez me faltaré el respeto, otra vez lo haré, otra vez porq
ue amo la vida, otra vez porque me encanta coquetear con la muerte, otra vez por Pinky, otra vez por el doctor Chacón, otra vez por mis oyentes, otra vez por los que no pueden acceder a estos tratamientos, otra vez por María, por mi novio, por mis amigos, por este trabajo de escribir, por el teatro, por Charly, por Maradona, por ver a Lanata en el Maipo, por el gordo Bergara Leumann, por mi perra Mono, por volver a almorzar con Mirtha, otra vez para escucharlo a Lalo, a Hanglin, a Víctor Hugo, a Dolina y a la Negra. Otra vez para volver a Broadway a ver teatro ahora que me dieron la visa para entrar a los Estados Unidos… Otra vez… Otra vez por todo eso y mucho más, y otra vez por muchísimo menos también, muchísimo menos, como por ejemplo comer un cuernito de grasa o tomar un whiskicito. Otra vez parece que me muero, otra vez trataré de no morirme, sí, otra vez, otra vez porque no hay más remedio, otra vez, otra vez… por mí…


La nota más triste que leí en mi vida

Fernando Peña fue mi primer nota de perfil, fue la primer persona a la que se me ocurrió hacerle una entrevista, la cual me rechazó con mucha amabilidad por mensajes de texto pero me quebró los nervios. La entrevista a Hugo Arana en primera instancia era sobre Fernando.
Fue la persona que me hizo buscar "penetración" en el diccionario cuando tenía 8 años y miraba a Rial (Dios, que mezcla tan rara: una nena, Peña y Rial).
Fue la razón por la que comencé a escuchar la Metro.
En fin, mínimos recuerdos me vuelven a la cabeza....

Te Amo, Peña


El que mejor sacó a bailar a la muerte

sábado, 13 de junio de 2009

El dia en que De Narvaez paro de reirse



Me parece increíble la cara de De Narvaez cuando se siente incómodo. Parece que el lado oscuro de la fuerza se apropia de él y no se asoma una sonrisa (que con Gran Cuñado ya parece tan típica), ni por casualidad.
Horkheimer y Adorno me tienen muy ocupada, ojala lo hubiese visto en vivo pero TVR y You Tube hacen lo suyo muy bien.

lunes, 8 de junio de 2009

Entrevista a Hugo Arana


Hugo Arana, un exitoso

“La actuación es como la vida misma”

Con más de 30 años de carrera no deja de cosechar alegrías en su profesión. Se destaca como el malo principal de “Los Exitosos Pells” y como un perverso director teatral de vanguardia, que solo él podría hacer adorable, en Baraka.

Si bien es un hombre más que reconocido por sus colegas y el público, Hugo Arana se destaca por su carisma y sencillez. Saluda a las señoras que esperan en la puerta del teatro Metropolitan para verlo en Baraka, la obra que protagoniza junto a Darío Grandinetti, Juan Leyrado y Jorge Marrale, y camina tranquilo rumbo su camarín en donde lo espera una charla sobre fútbol con sus compañeros y una pava de agua caliente para el mate. El actor no tiene feriados ni días libres, trabaja de lunes a lunes y pasa de la grabación de Los Exitosos Pells al teatro con muy pocas horas de diferencia. Sin embargo, se hace tiempo para ayudar a recaudar fondos en una colecta para el Hospital Gutiérrez. “Era por los chicos, no podía no ir”.

-¿Está feliz a pesar de que prácticamente no tiene tiempo para usted?

Sí, estoy bien, contento, porque son dos materiales que me divierten. Si alguno de los dos fuera malo no estaría muy contento y me preguntaría por qué lo estoy haciendo, pero no pasa. No es lo ideal trabajar de lunes a lunes y no tener tiempo de nada pero lo bueno es que nadie me obliga, lo elijo.

-¿Qué balance tiene de Baraka a casi un año del estreno?


El mejor, es un espectáculo que pasó todas las pruebas. El público tiene todos los días la misma ceremonia, de pie, aplaudiendo. Vinieron todos los colegas y nos han dicho: “Muchachos es una maravilla”, también nuestros profesores que nos han formado hace 40 años. Hace dos meses, recuerdo, en un apagón escuchábamos a alguien gritar: “¡Bravo! ¡Bravo!”, y cuando salimos a saludar vimos que era Federico Luppi. Fue muy emocionante. Hay que subrayar el trabajo del director, Javier Daulte, un tipo brillante.

-¿Trabajar con amigos es lo que hace aún más especial la obra?


Sí, porque trabajamos muy cómodos en la confianza y en la relación para con el trabajo. Siempre ver cómo me relaciono con los demás es una tarea porque uno trabaja con el sentimiento, con las emociones, en el escenario y entre nosotros nos podemos decir las cosas directamente.

-¿Cómo es su relación con sus compañeros de televisión?


Con los Pells lo mejor, nos divertimos como locos. Hay un humor maravilloso. Nunca ha habido un sí o un no con nadie. Como el material es bueno moviliza a que siempre haya el mejor humor. Es una comedia que me encanta.

Su relación con la gente

-¿Lo siguen parando por la calle preguntando por “su hijo” Facundo Arana?

Ya no tanto, pero está claro que mucha gente, aunque no toda, quiere que en el mundo del actor las cosas sean como ellos necesitan que sean. Una mujer se me ofendió porque le dije que no era hijo mío y me dejó de hablar, seguro pensando: “Ese Hugo Arana es un cretino que no reconoce a su hijo”.

-¿Qué otros planteos absurdos le hicieron?


Una vez me pararon y me dijeron: “Usted no puede hacer de malo”, y yo le pregunté si lo hacía muy mal, me dijo que no, pero igual que no podía hacer de malo. Hay mucha gente que quiere que seas simpático y alegre las 24 horas del día, y no entra en razones.

-¿Por eso está eligiendo personajes de malos?


No, yo no trabajo para la gente, trabajo con la gente. Yo trabajo para mí, para tratar de satisfacerme y atender a mi crítico. Sería un acto de omnipotencia creer que tengo que satisfacer a millones de personas.

Un actor de alma

-¿Qué es lo que se propone siendo actor?

Ser actor es como cualquier profesión, como un carpintero, un cirujano plástico o un abogado. Es un oficio que hay que aprenderlo. Yo quiero mejorar ese oficio, por eso necesito de mi sentido crítico de selección para saber si está bien o esta mal una escena que hice. No estoy al alcance de lo que el espectador quiere. ¿Quién soy yo para saber si lo voy a satisfacer? Por eso tengo que acertar conmigo, cada vez que lo logre a alguien le puede servir y es bienvenido, porque me quiero expresar. Si no le viene bien, lo lamento.

-¿Está satisfecho con lo que hace?


Nunca, nada está cristalizado, cada días es distinto y en televisión aún más. En teatro si lo que haces es lo mismo que ayer está mal, es una copia. Por eso digo que la actuación es como la vida misma.


Tras bastidores


Dicen que un camarín es el hábitat natural de un actor. El de Hugo Arana refleja la simpleza y el amor por la vida de su dueño. Una foto que muestra el momento exacto en el que con brazos abiertos se acerca al reconocido tenor italiano Luciano Pavarotti, un momento casi histórico como el abrazo entre San Martín y Belgrano en la posta de Yatasto. El vestuario colgado del perchero, un boxer prolijamente doblado sobre un asiento y un mate con detalles arabescos en plata son los elementos que resaltan.
El “ecosistema” contiguo era el de Darío Grandinetti, allí reinaba la conversación futbolera con Juan Leyrado mientras Hugo Arana contaba cómo había hecho rodar por las escaleras de un edificio de Madrid a unos ladrones que intentaron abrir la puerta de su departamento. Sin duda los asustó muchísimo con su grito: “¡Raúl pegale un tiro!”. Su histrionismo y carisma, característico de un actor, hicieron que no se dieran cuenta de que Raúl no era más que un compañero invisible. Una sonrisa tranquila se asoma en cada una de sus palabras y con un movimiento amable invita a una mateada.

jueves, 4 de junio de 2009

Sueño de una corista de Luismi que llegó tarde para el hit

Hay momentos mínimos que hacen la diferencia y pueden convertir un día sin muchas emociones en uno que la termina genial, como debería ser. La música en un lugar inesperado, en un colectivo o en un tren mientras vuelvo a casa, es lo que más me motiva a sonreír. Luis Miguel a todo lo que da un stereo es lo que provoca mis risas interiores más poderosas. Las ganas de ser una corista de Luismi era el deseo menos escondido que tenía mientras viajaba en el 395, hace menos de un mes.

El colectivero: un hombre de mediana edad, con mucho gel en el pelo y absolutamente ninguna vergüenza de escuchar al cantante latino más "noventoso" de la historia.
Yo: una chica que no paraba de mover los hombros de un lado al otro, como si estuviera remando una canoa, y que cada tanto se le escapaba de los labios unos versos de "Culpable o no".

El colectivo se adecuaba a la personalidad de su amo a la perfección: luces violetas rodeando el parabrisas, espejos con detalles tallados y una bola de boliche bamboleante.

Sólo compartí con él dos canciones. Moría por explotar cantando el famoso estribillo "Suave, como me mata tu mirada, suave, es el perfume de tu piel". Pero lo que es la represión interna. Sé que todos en ese colectivo pensaban lo mismo.