Las vacaciones recién comenzaron y ya sueño con séptimo grado. “El 2002 va a ser difícil pero creo que me voy a divertir”, escribo en un cuaderno con la letra cursiva más linda que tengo. Hace mucho calor, por eso me levanté temprano.
- ¿Te enteraste de lo que pasó?- pregunta mi tía.
- No, ¿qué?- digo con un tono medio adormilado.
Prendo la televisión algo confusa, es el mediodía del 20 de diciembre del 2001, y la cara de De la Rúa ocupa toda la pantalla. Después, gente en las escalinatas de la catedral de Buenos Aires muestra sus heridas de bala de goma y otros gritan “Que se vayan todos”, montados al caballo de bronce de Belgrano, situado frente a la Casa de Gobierno. Lo primero que atino a hacer es prender la videograbadora.
- Es lo que papá me diría que haga- pienso y pulso “Rec”.
Dos años antes, el 24 de octubre de 1999, ponía una línea de puntos que iba a ser completado con el nombre del nuevo presidente. Escribía una carta a mi abuela, eran las primeras elecciones que vivía con entusiasmo. “Espero que haga algo”, era la frase que seguía la línea de puntos que, llegada la tarde, se llenó con un “Fernando De la Rúa”. Tenía nueve años y sabía que (Carlos) Menem era malo, era chiquita todavía porque coloreaba las mayúsculas. Ahora tengo 12, recién cumplidos, y llamo a mi mamá que trabaja en el microcentro, a dos cuadras de la Casa Rosada. Tengo miedo. Miro el televisor mientras sostengo el teléfono que llama a su trabajo. La policía montada reprime a los manifestantes y los camiones hidrantes circulan por los alrededores de Plaza de Mayo. No me contesta.
El “corralito financiero” fue lo que hizo que la gente explotara con sus cacerolas en la calle. A principios del mes de diciembre el ministro de Economía, Domingo Cavallo, el padre de la bestia llamada convertibilidad, anunció que no se podía extraer más de 250 pesos (o dólares) en efectivo de los bancos, para frenar la fuga de capitales hacia el exterior. Esa misma noche salimos -mamá, papá y yo- a recorrer los cajeros automáticos para sacar los sueldos. No éramos los únicos. El pánico se mostraba en las largas filas y la furia brotaba de los que al llegar al cajero se encontraban con que estaba vacío. El 3 de diciembre comenzó a regir el decreto del “corralito” pero ya no había ni un mango en la calle. Días después comenzaron los saqueos a los supermercados. Los diarios decían que una de cada tres personas eran pobres en el Gran Buenos Aires.
Mamá vuelve a casa más temprano. Su jefe hizo retirar a todo el personal antes por el caos en la calle. La abrazo. Me cuenta que un policía al grito de: “¡Cuerpo a tierra!”, la confundió con una manifestante y tuvo que esconderse en un garage. Me río, ella también. Miramos la tele y vemos cómo De la Rúa escapa en helicóptero.
- ¿Te enteraste de lo que pasó?- pregunta mi tía.
- No, ¿qué?- digo con un tono medio adormilado.
Prendo la televisión algo confusa, es el mediodía del 20 de diciembre del 2001, y la cara de De la Rúa ocupa toda la pantalla. Después, gente en las escalinatas de la catedral de Buenos Aires muestra sus heridas de bala de goma y otros gritan “Que se vayan todos”, montados al caballo de bronce de Belgrano, situado frente a la Casa de Gobierno. Lo primero que atino a hacer es prender la videograbadora.
- Es lo que papá me diría que haga- pienso y pulso “Rec”.
Dos años antes, el 24 de octubre de 1999, ponía una línea de puntos que iba a ser completado con el nombre del nuevo presidente. Escribía una carta a mi abuela, eran las primeras elecciones que vivía con entusiasmo. “Espero que haga algo”, era la frase que seguía la línea de puntos que, llegada la tarde, se llenó con un “Fernando De la Rúa”. Tenía nueve años y sabía que (Carlos) Menem era malo, era chiquita todavía porque coloreaba las mayúsculas. Ahora tengo 12, recién cumplidos, y llamo a mi mamá que trabaja en el microcentro, a dos cuadras de la Casa Rosada. Tengo miedo. Miro el televisor mientras sostengo el teléfono que llama a su trabajo. La policía montada reprime a los manifestantes y los camiones hidrantes circulan por los alrededores de Plaza de Mayo. No me contesta.
El “corralito financiero” fue lo que hizo que la gente explotara con sus cacerolas en la calle. A principios del mes de diciembre el ministro de Economía, Domingo Cavallo, el padre de la bestia llamada convertibilidad, anunció que no se podía extraer más de 250 pesos (o dólares) en efectivo de los bancos, para frenar la fuga de capitales hacia el exterior. Esa misma noche salimos -mamá, papá y yo- a recorrer los cajeros automáticos para sacar los sueldos. No éramos los únicos. El pánico se mostraba en las largas filas y la furia brotaba de los que al llegar al cajero se encontraban con que estaba vacío. El 3 de diciembre comenzó a regir el decreto del “corralito” pero ya no había ni un mango en la calle. Días después comenzaron los saqueos a los supermercados. Los diarios decían que una de cada tres personas eran pobres en el Gran Buenos Aires.
Mamá vuelve a casa más temprano. Su jefe hizo retirar a todo el personal antes por el caos en la calle. La abrazo. Me cuenta que un policía al grito de: “¡Cuerpo a tierra!”, la confundió con una manifestante y tuvo que esconderse en un garage. Me río, ella también. Miramos la tele y vemos cómo De la Rúa escapa en helicóptero.
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